La vida de las instituciones, como la de los pueblos, debe mucho al impulso y adhesión de una comunidad, pero a veces debe más a la presencia providencial de un solo hombre, o de unos pocos, capaces de inyectar la definición que proyecta al futuro.
Si es imposible hablar de la evolución cultural del nordeste argentino sin aludir al Fogón de los Arrieros, menos posible aún es escribir la historia de ese "Fogón" sin ocuparse, paralelamente, de Aldo Boglietti.
El Fogón nació con él, como un estilo de vida, y fue creciendo hasta tomar forma y espacio en el solar de Brown 188, en 1943. Allí se nutrió, día a día, y en la tertulia de los martes ("hoy, martes, café y entrada gratis"), la historio de una amistad honda, la de Aldo Boglietti con los hombres de este Chaco y con sus caminantes.
Entretanto, el Fogón se fue volviendo taller de pintores y escultores. Ahí vivía y tallaba Juan de Dios Mena sus tapes de curupí, entre 1944 y 1954. Allí trabajaron Carlos Schenone, José Zali, René Brusau, Victor Marchese. Y algunos como Julio Vanzo, Sergio Sergi, Aquiles Badi, Gustavo Cochet, César Fernández Navarro, Raúl Schurjin, Jacinto Castillo, Raúl Monsegur, Lorenzo Dominguez -y olvido a muchos- se integraron fugazmente o en breves permanencias.
En aquellos años, una vez finalizados los actos que realizaba el Ateneo del Chaco – exposiciones, conciertos, conferencias -, el Fogón era obligado puerto de refugio de artistas e intelectuales, y de su público. En un clima sin solemnidad se ahondaba la charla, las preguntas brotaban fáciles, se quebraban las barreras de la fama. Y Aldo Boglietti se movía entre todos facilitando el acercamiento, sin perder jamás ese don tan único de dar y de darse sin que su gesto generoso pesara en quien lo recibía.
Con igual actitud, restando valor a lo que hacía, siendo lujo de amigos y de anfitriones, en choque abierto con el escepticismo de quienes depositaron más fe en "el lugar" que en quien le había insuflado vida, abordó entre 1952 y 1955 la aventura del "Nuevo Fogón". Rompió con mitos y temores, y encontró en la sensibilidad y la inteligencia del arquitecto Horacio Mascheroni a quien fue capaz de comprender y dar forma a su idea. Una casa que fuese inusual y de su tiempo, donde se reacomodasen tantos mundos pequeños como habían crecido al calor de las paredes modestas del "Fogón Viejo". La prueba de que tenía razón está en que poco después nadie hablaba ya de "viejo" ni de "nuevo" Fogón, sólo se hablaba de "El Fogón". Allí, por fin tuvieron cabida digna algunas de las audacias de los sueños de Aldo Boglietti: murales de Urruchúa, Vanzo, Marchese, Monsegur; paredes, escaleras y puertas pintadas por Capristo, Jonquieres, Grela, Gorrochategui, Vázques, Líbero Badíi, Bonomé, Arranz, Fernández Navarro, Brascó. Dentro y fuera, y hasta en las terrazas también transformadas en jardines, conviven Noemí Gerstein, Lucio Fontana, Pettoruti, Erzia, Páez Vilaró, Soldi, Severini, Castagnino, Uriarte, Gambartes, Pucciarelli, Bigatti, Barragán y muchos más. Aldo Boglietti sabía, como Le Corbusier, que una casa debía ser una máquina productora de felicidad. Y para lograrlo más plenamente hizo de El Fogón -que era su casa- la casa de todos los amigos, y en 1968 la transformó, junto con su cuantioso patrimonio, en una Fundación privada y de bien público.
Sin embargo, la imaginación y los sueños de Aldo Boglietti no podían limitarse entre paredes, por abiertas que éstas fuesen. Deseaba transformar la ciudad, deseaba que el hombre de la calle aliviase su rutina entre obras hermosas, jardines y esculturas. Y desde 1962 se lanzó a una nueva aventura y a una nueva lucha, más dura que las anteriores: contra la apatía, contra la burocracia y hasta contra la alarma de los eternos cautos que llegaron a alertar ante el peligro de su "locura". Y tenían razón en efecto, siempre es locura querer convencer a quienes duermen, de la necesidad de estar despiertos y de permanecer despiertos. Las calles, las plazas, amor las banquinas de Resistencia se llenaron de verde y de flores, de murales y esculturas. Hoy ya no hace falta abogar por esa obra ni conseguir adeptos. El camino está abierto, todos han comprendido. Otros -con oportuna lucidez- se han encargado de seguirlo.
Algún día ha de inscribirse en la puerta del Fogón de los Arrieros una frase de André Malraux que Aldo Boglietti, en su premura por dar, no tuvo tiempo de asentar allí como deseaba: "En dos o tres mil años, tal vez después de una explosión nuclear, si un caminante solitario llegase a recorrer estas ruinas, es necesario que él pueda decirse: algo ocurrió aquí durante un momento de la historia del espíritu".
Hilda Torres-Varela - Diciembre de 1979.